Comentario
Aunque ya en el s. XIV se montaban cañones a bordo de navíos fue a partir del XV cuando los avances en la técnica de construcción de los barcos, y en la de la metalurgia de grandes cañones, permitieron colocar a bordo piezas capaces de dañar la estructura misma de los buques enemigos si se montaban en número y potencia suficientes. Esto requería muchos y grandes cañones, que podían con su peso desestabilizar un barco si se emplazaban en la cubierta superior. El proceso evidente era, pues, colocar los cañones -al menos, los más grandes- en las cubiertas o puentes inferiores, las más próximas al agua, bajando así el centro de gravedad. Para poder disparar estas piezas se hacía necesario crear cubiertas corridas de proa a popa, y abrir portas alineadas en los costados de los barcos, así como diseñar pesadas cureñas con ruedas que permitieran recular el cañón para limpiarlo, cargarlo por la boca, y luego colocarlo otra vez en posición de disparo. Surgió así el barco de guerra propiamente dicho -diferente del navío mercante armado con piezas ligeras en cubierta- y caracterizado por una, dos o más cubiertas erizadas de portas para baterías a babor y estribor.
A mediados del s. XVII habían alcanzado ya su pleno desarrollo los grandes navíos de guerra, construidos en madera, dotados de potentes baterías artilleras e impulsados por el viento, que actuaba sobre una elaborada arboladura y jarcia, que se mantuvieron con modificaciones menores en su estructura y armamento durante más de un siglo y medio, hasta época napoleónica. El proceso más importante había sido la gradual estandarización. Los barcos de las flotas de las diferentes potencias se clasificaban en clases, en función de su número de cañones y de puentes.
Igualmente, la artillería se había estandarizado y simplificado: a fines del s. XVIII las piezas de hierro colado habían sustituido prácticamente a los cañones de bronce, mucho más costosos.
Los cañones se clasificaban de acuerdo con el peso de los proyectiles que disparaban, expresado en libras (de peso variable según el país o región, pero siempre algo por debajo del medio Kg.) y en cada puente de un navío se colocaban piezas del mismo tipo, las más grandes y pesadas en las cubiertas inferiores. Por ejemplo, un barco de tres puentes español, el San José, montaba, en 1784, treinta piezas de 36 libras en la cubierta más baja, treinta y dos de a 24 en la intermedia, otras tantas de 18 en la superior y dieciocho piezas de 8 libras en el alcázar, hasta un total de 112 cañones. Los navíos ingleses similares solían montar piezas algo menores, de a 32, en el puente inferior, pero estaban mejor armados en las baterías superiores, especialmente desde la aparición de las carronadas.
Una andanada simultánea de todas las baterías de un costado de un navío de primera clase (aunque era más normal el disparo en sucesión, para no dañar la propia estructura) podía arrojar media tonelada de hierro sólido sobre el blanco.
Todos estos cañones disparaban normalmente balas esféricas sólidas de hierro colado, aunque también podían emplear para cometidos específicos otra munición, como balas encadenadas o palanquetas (para dañar la jarcia del enemigo), granadas (balas esféricas rellenas de explosivo), balas rojas (calentadas al rojo, para provocar incendios), botes de metralla, etcétera.
El manejo de los cañones era complicado y requería gran fuerza, cuidado y destreza. Un gran cañón de a 36 exigía hasta 14 sirvientes: media docena de especialistas y ocho o diez marineros, que ayudaban a mover la cureña y a emplazar el cañón de nuevo tras cada disparo.
Aunque el alcance teórico de las mayores piezas con bala sólida llegaba a los 3.000 m., el eficaz no pasaba de los 900 y, normalmente, se combatía a menos de 400 m. (menos de dos cables), e incluso se procuraba disparar desde mucho más cerca, a tocapenoles, cuando los proyectiles conservaban suficiente energía cinética como para causar grandes destrozos y mortandad en buques y tripulaciones.
Había diferentes escuelas tácticas: españoles y franceses preferían disparar a la arboladura, para inmovilizar al rival, mientras que la Royal Navy insistía en disparar sobre el casco de los buques, para dañar su estructura y destruir las baterías.
En una situación ideal la táctica preferida era cortar la T, esto es, cruzar perpendicularmente con la línea propia de barcos la formación enemiga, batiendo de enfilada y con las baterías completas de un costado de cada buque propio en sucesión, a uno o unos pocos barcos enemigos, que apenas si podían defenderse con las escasas piezas de caza colocadas a proa y popa: este tipo de lucha podría conseguir la destrucción completa de una flota enemiga, como ocurriera en Trafalgar. Sin embargo, la situación más habitual era la de dos filas paralelas de barcos cañoneándose hasta la extenuación con sus baterías completas a menos de 300 metros.